Sacha inchi: la ‘súper semilla’ que busca cultivar la paz en Colombia
Su aceite previene enfermedades cardiovasculares y ayuda a eliminar el colesterol, los triglicéridos y las grasas acumuladas en el organismo. Además, ayuda a la conexión de las neuronas y tiene un alto contenido de proteína. Al mismo, tiempo es una alternativa al cultivo de la coca, ayudando a prevenir el narcotráfico, por lo que cuenta con el apoyo de la ONU.
A algunos les sabe a bacalao, otros dicen que les recuerda a la nuez y a otros les recuerda a una patata cruda. En una región en el sur de Colombia, un grupo de campesinos debaten sobre el sabor de una poderosa semilla amazónica de sabor y nombre atípicos: el sacha inchi, palabra quechua que se traduce como ‘cacahuete salvaje’. Se trata de un superalimento que, en una sana (y saludable) competencia, busca desbancar al aceite de oliva y en una lucha más feroz sueña con reemplazar los cultivos de coca en el país.
La estrella del Putumayo
En la palma de una mano caben 4 o hasta 5 de estas semillas en forma de estrella que están cubiertas con un cáscara gruesa y áspera. De ellas se extraen aceite: como del girasol, de la aceituna o del maíz y de entre todas estas oleaginosas, el sacha inchi es la reina.
“Elimina el colesterol, los triglicéridos y las grasas acumuladas en el organismo. Además, ayuda a la conexión de las neuronas y tiene un alto contenido de proteína, omega3, omega6 y omega9”, explica con orgullo Olver Antonio Carbonel, presidente de la asociación productora de sacha inchi ‘Agroincolsa’ en Puerto Caicedo, municipio del Putumayo.
Un ‘superalimento’ invisible
Aunque parezca un producto nuevo, desde hace siglos, las comunidades indígenas en el Amazonas han cultivado y consumido esta ‘súper semilla’. “No extraían el aceite, pero hacían unos guisos o aderezos para la yuca, el plátano y el alimento normal que consumieran”, cuenta Olver.
Su cultivo en el campo colombiano es relativamente nuevo; sus primeras cosechas en el Putumayo surgieron en los años 90 gracias al padre Alcides Jiménez Chicangana, un sacerdote que dedicó su vida al progreso en el bajo Putumayo, como explica Olver. “Empezó a darle a los campesinos de a 10 semillitas. Las personas sembraron extensiones: sembraron con lo que iban cosechando y empezaron a buscar comercio”.
A comienzos de los 2000, Perú (país que tiene cerca del 95% de la producción de sacha inchi en el mundo, según la Oficina Contra la Droga y el Delito de la ONU- UNODC-) sufrió una leve caída en su comercialización tras la salida de Alberto Fujimori del poder. Los campesinos colombianos vieron aquí su oportunidad: “Se empezó a buscar variedades de sacha inchi en la Amazonía y en la zona de Putumayo, Caquetá, Amazonas se encontraron variedades y se empezó a cultiva de forma pequeña”, narra el presidente de Agroincolsa.
La coca: un competidor indomable
Pero el sacha inchi tenía un competidor más fuerte que el mercado peruano y estaba en su propia casa, una semilla que lleva años echando raíces en el Putumayo: la coca.
La economía del Putumayo en los años ochenta y noventa se basaba en la agricultura y ganadería de autoconsumo (en su mayoría de plátano, yuca, arroz y maíz). Olver describe estas zonas rurales como “cinturones de miseria de las ciudades”.
Esta precaria economía, la estratégica ubicación geográfica (el Putumayo tiene frontera con Perú y con Ecuador) y una vegetación selvática hicieron de esta región un lugar idóneo para que la guerrilla de las FARC lo sitiara. Aquí camuflarían sus campamentos y también sus cocinas de producción de cocaína. “Con los cultivos ilícitos, la economía se empieza a manejar de forma mucho más rápida y en poco tiempo, en el Putumayo había cerca de 20.000 hectáreas de cultivo de coca”.
Con el boom de la exportación de cocaína a Estados Unidos, los campesinos vieron cómo los narcotraficantes recibían grandes cantidades de dinero en poco tiempo y quisieron sumarse a la bonanza cocalera.
La realidad era (y es) muy distinta. “Pareciera que les fueran a quedar muchos recursos, pero siguen viviendo en la misma precariedad”, aclara Olver.
Los costos de producción: la compra de productos químicos, el transporte y el pago a los jornaleros; sumado a las ‘vacunas’ (extorsiones), se traducen en un sueldo promedio de 300 dólares al mes, el equivalente a un salario mínimo en Colombia.
¿Por qué pasa esto?
“El productor tiene que coger la hoja de coca, aplicarle cales, sales y productos para que suelte la base de coca, afloje con el proceso de quemado que se demora entre dos y tres semanas y con eso sale una base de coca que se seca y se vende por kilos a los comerciantes que son quienes realmente ganan en términos económicos”, explica Olver.
Con la coca, el campesino pone en riesgo su vida, afecta a su salud (ya que los químicos se suelen manipular sin protección) y, como resultado, recibe unos ingresos limitados e irregulares. Sin embargo, el problema en el Putumayo persiste: según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en 2020, de 154.000 hectáreas de coca que hay en Colombia, al menos 20.000 están en esta región del país.
“Los campesinos no son, por naturaleza, criminales. Los cocaleros son gente que busca dinero para mantener a su familia. (…) Tienen el factor de presión de los grupos criminales (plata o plomo) y la necesidad”, explica Pierre Lapaque, actual representante de esa agencia de la ONU en Colombia.
Olver lamenta que la siembra de coca siga haciendo parte del ADN de casi la mitad de los campesinos del Putumayo: “Aquí llevan cuarenta años cultivando coca: van dos generaciones que han crecido en ese medio y no han conocido otra opción”.
Una esperanza para el Putumayo
“Los ingenieros nos capacitan sobre lo malo que es la coca. Uno no lo ve, no se da cuenta”. Silvia Ferro se dedicaba al cultivo de coca hace cerca de nueve años, pero hace seis plantó en su finca su primera semilla de sacha inchi “yo me siento muy bien de trabajar este producto”, cuenta.
Escuchar testimonios como el de Silvia, una de las 50 personas que forman parte de Agroincolsa, es resultado del trabajo de transformación social que la asociación, con apoyo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, lleva haciendo desde hace cerca de cinco años. Se trata de un cambio basado en la pedagogía agrícola.
“Nos recomiendan que esté en un clima seco, no tan húmedo y como nos enseñaron a elaborar abonos orgánicos, no se utiliza ningún producto químico para ahuyentar a los bichos. Siendo que tiene tantos nutrientes no vamos a echarle químicos”, explica Silvia.
Ella trabaja, con el apoyo de su esposo y de su hijo en su hectárea de sacha inchi: el árbol que da este fruto es una enredadera. El producto, a los ocho meses ya empieza a dar cosechas “es muy rápida y nos da muchas garantías porque cada 15 días estamos haciendo la recolecta”.
Esta transformación tiene un alto componente de conciencia social.
“Yo tengo la conciencia tranquila porque me da pesar cuando uno mira que hay familias con hijos o esposos drogadictos. El hecho de que seamos campesinos no quiere decir que no debamos preocuparnos por el bienestar por los demás”, dice Silvia.
“¿Y a cuánto la arroba?”
Tumbar el imperio de la coca no es tan sencillo. Muchos campesinos siguen preocupados por llevar algo de comida al plato y el sacha inchi es un desconocido a nivel mundial e incluso en Colombia (a excepción de estas zonas rurales que se dedican a su cultivo).
“Hablamos muchísimo con ellos. Es un tema de convencer a través de cálculos, de que esto va a atraer a países desarrollados y que sus ingresos se pueden multiplicar por dos”, explica Lapaque.
“Todos sueñan con volverse millonarios, pero les explicamos que con tener ingresos básicos para el mantenimiento pueden vivir felices”, agrega Olver.
Los más escépticos recuerdan que antes del sacha inchi, por el Putumayo han pasado otros productos alternativos a la coca como el cacao, el ajonjolí, la pimienta o la vainilla. “Siembra, pero nadie compra y los costos de producción son muy elevados”.
Con estos antecedentes, el sacha inchi corría el riesgo de sumarse a la ‘lista de fracasos’ como la define Olver.
De invisible a gourmet
Un día cualquiera de 2018, Olver revisó el correo de la asociación. Una mujer, en un idioma extranjero escribía preguntando por el aceite de sacha inchi.
Se trataba de la dueña de una empresa en Bélgica, proveedora de equipos industriales y grasas comestibles en el sector de aceites, que se dedica a la fabricación de equipos y herramientas para extracción de aceites. Acababa de recorrer Latinoamérica y escuchó el nombre de este posible competidor del aceite de oliva.
“Empezamos a revisar publicaciones científicas que eran unánimes en los beneficios que tenía para la salud”, explica la empresaria, quien pidió preservar su identidad para esta nota.
Olver quedó sorprendido. Primero tuvo que romper la barrera del idioma y, a través de un familiar, conoció a Tummas Kastalag, un consultor danés afincado en Colombia.
“No conocía el producto, pero cuando me pidieron ayudara y los conocí me pareció, más que interesante, emocionante. La empresa nos dice que quiere empezar a comercializar aceites comestibles en Europa como nueva rama del negocio”, explica Tummas.
Exportar el producto eran palabras mayores para Olver: “Nosotros somos una empresa pequeña en el Putumayo y temía que no nos creyeran”, de forma que pidieron apoyo a la UNODC para exportar el producto: gracias a esta agencia obtuvieron el certificado sanitario del Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos “y entregaron un certificado asegurando que Olver había estado desarrollando este proyecto. Con el respaldo de la UNODC dijeron “ah, este proyecto es legítimo”, explica Tummas. El apoyo de la agencia incluyó el etiquetado y la exportación de las primeras botellas de 250 mililitros hasta Bélgica.
“Los de la empresa cogieron esas botellas y fueron al International Taste Institute en Bruselas donde premiaron al sacha inchi como el mejor producto en la categoría de aceites comestibles”. Esto sucedió este año y en Bélgica se dieron cuenta de que lo que tenían en sus manos era un superproducto que, además, previene enfermedades cardiovasculares.
La explosión de sabores nuevos, las propiedades y la connotación social del proyecto hicieron del sacha inchi un aceite gourmet en Europa.
“Los productores locales deben tener las oportunidades de ganarse un sueldo legal y vivir con dignidad. Hay mucho por hacer para generar esta conversión y comprobar que esto funciona en una escala mayor”, explican desde la empresa belga. “Estamos muy felices y orgullosos de ser parte de este importante proyecto apoyado por la UNODC”, agrega.
El siguiente paso será educar a la población en Europa y en Colombia sobre este sabor que, según los expertos, es mejor consumir crudo: en ensaladas o como aderezo de verduras, aunque también se elaboran snacks.
“Es un oro que tienen en el Putumayo y la Amazonía y eso hay que desarrollarlo en el mercado nacional y en otras regiones del país”, explica Lapaque.
Olver está más optimista que nunca y espera que el sacha inchi permita, por fin, dignificar la vida del agricultor en el Putumayo y que pase de cultivar una planta que siembra el terror a una que dé calidad de vida, salud y una bonanza económica real.
“Es nuestra responsabilidad eliminar los niveles de educación bajo, los problemas de alimentación y las precariedades económicas y que el sueño de los jóvenes ya no sea volverse narcotraficante para vivir bien”, explica Olver.
También sueña con que, en un futuro no lejano, la única disputa que haya en el Putumayo sea sobre ponerse de acuerdo con la descripción del sabor que tiene el aceite de sacha inchi.
Reportaje escrito por Lucía Benavente para Noticias ONU